domingo, 6 de noviembre de 2011

El señor de Bembibre (fragmento)


" Estaba poniéndose el sol detrás de las montañas que parten términos entre el Bierzo y Galicia. Doña Beatriz clavaba sus ojos errantes y empañados de lágrimas, ora en los celajes del ocaso, ora en los árboles del soto, ora en el suelo, y don Álvaro, fijos los suyos en ella, de hito en hito, seguía con ansia todos sus movimientos. Ambos jóvenes estaban en un embarazo doloroso, sin atreverse a romper el silencio. Se amaban con toda la profundidad de un sentimiento nuevo, generoso y delicado, pero nunca se lo habían confesado. Los afectos verdaderos tienen un pudor y reserva característicos, como si el lenguaje hubiera de quitarles su brillo y limpieza. Esto cabalmente es lo que había sucedido con don Álvaro y doña Beatriz, que, embebecidos en su dicha; ni habían pronunciado la palabra amor. Y, sin embargo, esta dicha parecía irse con el sol que se ocultaba detrás del horizonte, y era preciso apartar de delante de los ojos aquel prisma falaz que hasta entonces les había presentado la vida como un delicioso jardín. "

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CAPÍTULO XI

           Doña Beatriz, no menos atemorizada que subyugada por su pasión, salió apoyada en su doncella y entrambas llegaron a tientas a la puerta del jardín. Abriéronla con mucho cuidado, y volviendo a cerrarla de nuevo se encaminaron apresuradamente hacia el sitio de la cerca por donde salía el agua del riego. Como la reja, contemporánea de don Bernardo el Gotoso, estaba toda carcomida de orín, no había sido difícil a un hombre vigoroso como don Álvaro arrancar las barras necesarias para facilitar el paso desahogado a una persona, de manera que cuando llegaron ya el caballero estaba de la parte de adentro. Tomó silenciosamente la mano de doña Beatriz, que parecía de hielo y la dijo:
-Todo está dispuesto, señora; no en vano habéis puesto en mí vuestra confianza.
Doña Beatriz no contestó, y don Álvaro repuso con impaciencia:
-¿Qué hacéis? ¿Tanto tiempo os parece que nos sobra?
-Pero, don Álvaro -preguntó ella-, con sólo la mira de ganar tiempo ¿a dónde queréis llevarme?
El caballero le explicó entonces rápida, pero claramente, todo su plan, tan juicioso como bien concertado, y al acabar su relación doña Beatriz volvió a guardar silencio. Entonces la zozobra y la angustia comenzaron a apoderarse del corazón de don Álvaro que también se mantuvo un rato sin hablar palabra, fijos los ojos en os de doña Beatriz que no se alzaban del suelo. Por fin, acallando en lo posible sus recelos, le dijo con voz algo trémula:
-Doña Beatriz, habladme con vuestra sinceridad acostumbrada. ¿Habéis mudado por ventura de resolución?
-Sí, don Álvaro -contestó ella con acento apagado y sin atreverse a alzar la vista-, yo no puedo huir con vos sin deshonrar a mi padre.
Soltó él entonces la mano, como si de repente se hubiera convertido entre las suyas en una víbora ponzoñosa y clavando en ella una mirada casi feroz, le dijo con tono duro y casi sardónico:
-¿Y qué quiere decir entonces vuestro dolorido y extraño mensaje?
-¡Ah! -contestó ella con voz dulce y sentida-, ¿de ese modo me dais en el rostro con mi flaqueza?
-Perdonadme -respondió él-, porque cuando pienso que puedo perderos, mi razón se extravía y el dolor llega a hacerme olvidar hasta de la generosidad. Pero decidme, ¡ah!, decidme -continuó arrojándose a sus pies- que vuestros labios han mentido cuando así queríais apartarme de vos. ¿No vais con vuestro esposo, con el esposo de vuestro corazón? Esto no puede ser más que una fascinación pasajera.
-No es sino verdadera resolución.
-¿Pero lo habéis pensado bien? -repuso don Álvaro-. ¿No sabéis que mañana vendrán por vos para llevaros a la iglesia y arrancaros la palabra fatal?
Doña Beatriz se retorció las manos lanzando sordos gemidos, y dijo:
-Yo no obedeceré a mi padre.
-Y vuestro padre os maldecirá, ¿no lo oísteis ayer de su misma boca?
-¡Es verdad, es verdad! -exclamó ella espantada y revolviendo los ojos-, él mismo lo dijo. ¡Ah! -añadió enseguida con el mayor abatimiento-, hágase entonces la voluntad de Dios y la suya.
Don Álvaro al oírla se levantó del suelo, donde todavía estaba arrodillado, como si se hubiese convertido en una barra de hierro ardiendo y se plantó en pie delante de ella con un ademán salvaje y sombrío, midiéndola de alto a bajo con sus fulminantes miradas. Ambas mujeres se sintieron sobrecogidas de terror, y Martina no pudo menos de decir a su ama casi al oído:
-¿Qué habéis hecho, señora?
Por fin don Álvaro hizo uno de aquellos esfuerzos que sólo a las naturalezas extremadamente enérgicas y altivas son permitidos, y dijo con una frialdad irónica y desdeñosa que atravesaba como una espada el corazón de la infeliz:
-En ese caso, sólo me resta pediros perdón de las muchas molestias que con mis importunidades os he causado, y rendir aquí un respetuoso y cortés homenaje a la ilustre condesa de Lemus, cuya vida colme el cielo de prosperidad.
Y con una profunda reverencia se dispuso a volver las espaldas, pero doña Beatriz, asiéndole del brazo con desesperada violencia, le dijo con voz ronca:
-¡Oh!, ¡no así, no así, don Álvaro! ¡Cosedme a puñaladas si queréis, que aquí estamos solos y nadie os imputará mi muerte, pero no me tratéis de esa manera, mil veces peor que todos los tormentos del infierno!
-¿Doña Beatriz, queréis confiaros a mí?
-Oídme don Álvaro, yo os amo, yo os amo más que a mi alma, jamás seré del conde... pero, escuchadme no me lancéis esas miradas.
-¿Queréis confiaros a mí y ser mi esposa, la esposa de un hombre que no encontrará en el mundo más mujer que vos?
-¡Ah! -contestó ella congojosamente y como sin sentido-; sí, con vos, con vos hasta la muerte entonces cayo desmayada entre los brazos de Martina y del caballero.
-¿Y qué haremos ahora? -preguntó éste.
-¿Qué hemos de hacer? -contestó la criada- sino acomodarla delante de vos en vuestro caballo y marcharnos lo más aprisa que podamos. Vamos, vamos, ¿no habéis oído sus últimas palabras? Algo más suelta tenéis la lengua que mañosas las manos.
Don Álvaro juzgó lo más prudente seguir los consejos de Martina, y acomodándola en su caballo con ayuda de Martina y Millán salió a galope por aquellas solitarias campiñas, mientras escudero y criada hacían lo propio. El generoso Almanzor, como si conociese el valor de su carga, parece que había doblado sus fuerzas y corría orgulloso y engreído, dando de cuando en cuando gozosos relinchos. En minutos llegaron como un torbellino al puente del Cúa y, atravesándolo, comenzaron a correr por la opuesta orilla con la misma velocidad.


El Señor de Bembibre
ENRIQUE GIL Y CARRASCO

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